martes, noviembre 08, 2005

Crimen perfecto

Digan lo que digan, no creáis a quien afirme que los crímenes perfectos no existen. Por mucho CSI de pacotilla, por muchos avances científicos, por mucha investigación, los crímenes perfectos han existido y existirán. Yo lo aprendí muy pronto, con 8 ó 9 años.

Recuerdo que un frío invierno de hace unos 25 años mi madre me levantó de la cama con lágrimas en los ojos. No comprendía muy bien lo que pasaba, pero sabía que nada bueno había ocurrido. Eras las seis de la mañana. Unos minutos antes había oído sonar el teléfono y poco después los angustiosos lamentos de mi madre. Durante el desayuno mis padres me explicaron que mi tío Paco, acababa de morir.

Apenas lo conocía, era un hombre mayor, huraño con los niños de la familia, solitario y que en contadas ocasiones había salido del terruño familiar. Por aquel entonces no entendía porqué tanto lloro y porqué tanta prisa. A pesar de todo, era el primer contacto con la muerte y desde luego eso no se olvida.

Una hora después estábamos saliendo de Madrid en dirección a Asturias. Allí los funerales se celebran el mismo día del entierro, de cuerpo presente. El entierro se celebraría a las siete de la tarde, por lo que debíamos salir inmediatamente si queríamos llegar a tiempo y no terminar señalados, por el dedo inquisidor de la familia, como los únicos que no acudimos a decir el último adiós al tío Paco.

Recuerdo aquel interminable viaje con mucho frío, nieve y muchas curvas que pasaban muy lentamente. Llegamos a la tierra de mis ancestros y en concreto a un pequeño pueblo del que tantos y tantos recuerdos tengo, a eso de las seis de la tarde. Tiempo justo para vestirnos todos de riguroso luto y acudir a la Iglesia donde un ataúd oscuro ocupaba la posición central de la nave. En las primeras filas el resto de la familia nos miraba con alivio ya que pensaban que no llegaríamos.

Todo sucedió como tenía que suceder, lágrimas, lloros y, al menos en mi caso, un malestar y porqué no decirlo un miedo atroz de tener un ataúd a menos de un metro de mi hombro izquierdo.

Recuerdo perfectamente que a la salida de la iglesia había un coche de caballos donde fue montado el ataúd. Un coche de caballos que siempre había visto en la cuadra y que servía de juegos infantiles pero que a partir de ese momento adquirió un significado bien distinto. Por expreso deseo de mi tío su último viaje fue recorrido en ese coche, fenómeno que se repetiría muchas otras veces a partir de esa fecha.

El coche, tirado por dos caballos blancos, avanzaba lentamente hacia el cementerio seguido por la familia y la gran mayoría de los habitantes del lugar. Lo que sigue a continuación lo he ido reconstruyendo poco a poco en las contadísimas ocasiones en que se ha tocado este tema entre los miembros de mi familia. Siempre en voz baja, sesgado y como queriendo olvidar y callar algo oscuro y trágico.

Parece ser que el enterrador esperaba a la comitiva a la puerta del cementerio. Mis tíos ya advirtieron que algo extraño ocurría. El enterrador, amigo de la familia y de todo el pueblo, estaba pálido, caminaba nervioso de un lado a otro de la puerta fumando sin parar y balbuceando extrañas palabras.

Al vernos llegar se aproximó a uno de mis tíos y le susurró algo al oído. Mi tío se quedó helado y todos los hermanos se apartaron unos segundos del grupo para hablar entre ellos. Parece ser que al abrir el panteón familiar para preparar la tumba de mi tío, el enterrador se había encontrado el esqueleto de "alguien". Ese alguien era un montón de huesos con partes de ropa desecha y poco más. Evidentemente no era ningún miembro de nuestra familia y el enterrador llevaba allí toda su vida y no recordaba que nadie hubiera abierto el panteón en mucho, mucho tiempo. El enterrador sabía perfectamente que en esos casos lo primero era llamar a un juez, a la guardia civil y armar un lío que retrasaría el eterno descanso de nuestro tío, dios sabe cuanto tiempo.

La amistad y el sentido práctico de las comunidades pequeñas le impulsaron a decirnos que si estábamos de acuerdo, él recogería los huesos, los echaría en la fosa común y asunto concluido. La familia estaba horrorizada, pero la decisión fue rápida y unánime. En apenas unos segundos el enterrador cogió una bolsa y sin que nadie se diera cuenta recogió los restos y se los llevó a una esquina del cementerio.

Nadie se dio cuenta de nada, nadie. Sólo vieron al viejo enterrador algo más alterado de lo normal y poco más. El sepelio discurrió como tenía que discurrir y un pacto de silencio se selló entre mi familia y el enterrador.

Al día siguiente aquellos huesos descansaban en la fosa común mezclados entre miles de cuerpos anónimos u olvidados. El mayor de mis tíos cerró el panteón y nunca más se supo nada de aquel extraño suceso. Otro de mis tíos repasó durante años y en silencio los viejos periódicos del lugar tratando de buscar una pista, un dato de quien podía haber sido aquel hombre, pero todo intento fue vano. Nunca supimos nada de él. Sólo que por el estado de los huesos debía de llevar allí unos 10 ó 15 años. Poco más. No hubo cerraduras forzadas ni extraños restos que nos dieran alguna pista.

Fui reconstruyendo la historia poco a poco pero en el momento que conseguí atar todos los cabos comprendí que los crímenes perfectos existen.

Espero no haber dado pistas a quien no debe escuchar estas palabras...................

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