lunes, noviembre 01, 2004

Día de difuntos



Ya sé que no es el tema más apropiado para hablar en el primer post que realizo, pero lo que sale es lo que sale.

Hace cerca de 20 años que no visitaba el panteón de mi abuela C. Ella murió cuando apenas yo tenía 12 años y no ha pasado semana en que no la recuerde. Quizá sea por mi juventud cuando falleció, lo unido que estaba a ella o por la terrible enfermedad que sufrió durante dos largos años.

A mi madre nunca le han gustado los cementerios y por ese motivo nunca los hemos visitado. Hoy mi mujer I y este pobre autómata formamos una nueva familia y nos hemos aventurado a visitar el laberinto del cementerio de San Isidro.

Al llegar me sorprendió la poca gente que había. Cuando era un enano, en los años ’70 el día de difuntos había auténticas colas para visitar los cementerios. Los únicos que se veían recorrer sus caminos eran familias de etnia gitana cargados de flores y tiestos, que vestidos con sus mejores galas pasaban el día junto a los suyos. ¡Cómo han cambiado las costumbres en apenas 30 años!

Siempre he tenido una memoria visual muy buena y me ha sorprendido que después de tantos años y de que apenas haya ido por este cementerio 2-3 veces recordara perfectamente el camino. También ayudó a la localización, todo hay que decirlo, el hecho de que mi bisabuelo, que me cuenta mi familia era muy gracioso, optó por comprar el panteón pegado a la casa de los guardeses del camposanto para que estuviera mejor cuidado y protegido que los más alejados. Son tremendamente curiosas las cosas que se nos ocurren cuando hablamos de la muerte.

Otro día os contaré la discusión en un pequeño pueblo del Norte para el reparto de nichos y panteones ¡No tiene desperdicio!

El caso es que una vez localizado el panteón y tras pasar unos minutos sintiendo como miles de recuerdos venían a mi mente emprendimos el camino de vuelta.

Fue entonces cuando pude ver algo que me dejó sorprendido. En un pequeño cruce de caminos había una enorme cruz similar a los cruceiros gallegos. Alrededor de ella había 10-15 inmigrantes sudamericanos que habían hecho un pequeño altar, alrededor de la cruz, con velas y flores. Algunos rezaban, otros estaban sentados alrededor y los niños correteaban entre las tumbas. Todos sus seres queridos descansan a muchos miles de kilómetros de aquí y a pesar de eso acuden a nuestros cementerios a rezarles aunque sea a una simple y anónima cruz de piedra.

Pero lo que más me llamó la atención fue que uno de ellos iba depositando una flor roja en viejos, viejísimos panteones de piedra gris que se notaba no habían sido visitados en muchas décadas. No había familiares de ellos enterrados allí, pero al menos las tumbas recibían la compañía y el cariño de esta desconocida gente a la que muchas veces insultamos, pegamos o simplemente rechazamos y aislamos. Tomemos ejemplo de su tolerancia y de lo duro y difícil que debe ser sobrevivir, encontrándose tan lejos del país que les vio nacer.

Escuchando la banda sonora de “Una Mente maravillosa”

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